lunes, 28 de septiembre de 2015

El familiar origen de lo humano


 ¿Cuál es el origen del hombre?

Este ha sido y será uno de los grandes interrogantes universales, que perduren a lo largo de los tiempos: todo hombre pasa por un momento de su vida en el que se cuestiona el origen de su especie  y, en última instancia, el sentido de su existencia.

Las respuestas que la humanidad ha ido dando a esta pregunta son muy variadas: desde la existencia de un ser superior creador hasta la más absoluta negación de todo sentido vital. Nunca sabremos con certidumbre cuál es ese origen si miramos más allá del tema que nos ocupa: el hombre. Por ello, hemos de fijarnos en lo que nos hace distintos al resto de especies, lo que nos diferencia, lo propiamente humano. Y esto, como veremos a continuación, no es otra cosa que el amor

Remontémonos al inicio: la sabanización.
Fue el principio de todo; un gran cambio climático provocó la destrucción de gran parte de los bosques africanos. La población de homínidos era demasiado grande, por lo que una parte fue expulsada y se vieron obligados a vagar por la sabana (probablemente, estos pocos homínidos que permanecieron en los árboles no pudieron sobrevivir ante la dura competencia).
El cambio fue radical: debían sobrevivir en un extenso terreno desprovisto de escondites, ante la falta de árboles en los que refugiarse.  Las familias se encontraban a merced de los depredadores, y los viajes en busca de alimento eran cada vez más largos, al escasear el agua y los frutos. Por otra parte, esto supuso un cambio beneficioso: las presas eran de mayor tamaño, lo que favorecía las alianzas entre pueblos y aumentaba la variabilidad genética al mezclarse distintos poblados. Los grupos eran cada vez más grandes, la protección aumentaba, surgían las primeras estrategias de caza y las relaciones jerárquicas se fortalecían. Además, la comunicación se volvió crucial: se desarrollaron códigos con los que informar de la llegada de depredadores o presas. Esto nos plantea  un dilema interesante: ¿cuál fue la primera palabra pronunciada jamás? Las opciones son infinitas, oscilando entre una palabra relacionada con una necesidad vital (agua, hambre, fuego) o una palabra identificadora de un miembro del grupo (por ejemplo, su nombre). Si ese fuera el caso, nos definiría como humanos completamente.
Como dato anecdótico, esa añoranza de nuestro pasado vivido en el bosque se refleja en el paraíso de Adán y Eva, mientras que el infierno al que son expulsados se parece bastante más a una sabana.

Uno de las aportaciones más importantes a la evolución del ser humano fue el bipedismo. Al bajar de los árboles los homínidos debían ponerse en pie, para abarcar con la visión una mayor extensión, previendo así posibles ataques. La visión se desarrolló enormemente en comparación con el resto de sentidos.

 De igual modo, la anatomía debía cambiar. Las extremidades inferiores se alargan y los pies se vuelven progresivamente distintos a las manos. La prensibilidad del pulgar, o el aumento de la capacidad craneal explican el hecho de que se produjese un aumento del uso de la razón.
Especialmente importante es la inteligencia kinética, relacionada con el movimiento y la coordinación.  A pesar del desarrollo de esta inteligencia, el hombre seguía siendo más lento, débil y pequeño que los competidores de su hábitat. El único modo que tenían para sobrevivir era ser más inteligente: comienzan así a crear trampas, estrategias y utensilios para cazar.
Las huidas de los depredadores, que a menudo se producían corriendo, hicieron que la resistencia de los homínidos aumentase. Ya no se cansaban tanto ante largas caminatas, por lo que empezaron a desplazarse con frecuencia; se hicieron nómadas. El fuego permitía crear asentamientos temporales en poco tiempo, favoreciendo los viajes.


De vuelta al bipedismo, como consecuencia del mismo las caderas se estrecharon, lo que supuso un grave problema en el caso de las mujeres: el feto no tenía espacio para salir. Debido a esto, nacía inmaduro y dependiente de la madre. Se necesitaba un período para el cuidado del bebé que hasta entonces no existía; el vínculo con la madre debía fortalecerse. En este aspecto es clave la diferenciación facial: en la medida que la madre diferencie a su hijo del resto, y se vea reflejada en su rostro, reconocerá a ese hijo como suyo y le dará más cuidados, sin los cuales el niño no podría sobrevivir.
Otro de los cambios producidos por este estrechamiento fue que las relaciones sexuales se hicieron frontales. Cobraba de este modo una gran importancia el rostro (dejando de lado el ano), imprescindible para la atracción sexual, se desarrollaron cada vez más las expresiones faciales. El reconocimiento de los rostros favoreció la monogamia y, poco a poco, se fue creando el concepto de familia, núcleo de la evolución humana y del amor.

Por supuesto, se produjo un cambio en la alimentación: la carne dura y ciertas plantas resecas no eran digeridas por los homínidos. Con el tiempo, descubrieron el poder del fuego y comenzaron a cocinar los alimentos. Obtuvieron así comida mucho más blanda y fácil de digerir. La fuerza necesaria para masticar disminuye, por lo que la mandíbula se empequeñece y deja más espacio al cerebro dentro del cráneo.  Se cree que es a partir de este momento cuando aparecen los sueños: experiencias oníricas en las que aparecen situaciones imposibles, o conocidos que habían muerto, lo que lleva a un pensamiento más espiritual y trascendental, y permitirá el desarrollo de la imaginación.
Surge así la religión, materia que permite un gran desarrollo cerebral y del raciocinio.  Aparecen millones de posibilidades nuevas para los homínidos, que se empiezan a replantear toda su realidad.

¿Cuál era el alcance de la mente? ¿Cómo era posible que nosotros mismos creásemos una realidad alternativa? ¿Por qué lo vivían de manera individual?

Estas dudas y reflexiones crecieron con el tiempo y llegan hasta nuestros días. Y son, en mi opinión, el motor de la evolución humana, lo que nos distingue del resto de especies y el sentido de nuestra existencia.


lunes, 21 de septiembre de 2015

La universidad como lugar de verdad.


Nos ponemos en situación: 19 de agosto de 2011. Se cumplen cuatro años del Encuentro con los jóvenes profesores universitarios que tuvo lugar en la XXVI Jornada Mundial de la Juventud, en San Lorenzo del Escorial (Madrid).

Benedicto XVI se dirige a los profesores, instituciones y otras eminencias presentes. Se centra, sin embargo, en los jóvenes, los principales destinatarios de su mensaje. Expresa su entusiasmo e ilusión al verse rodeado de los que, considera, tienen el futuro del mundo en sus manos.

Citando unas palabras de Platón, su santidad sostiene que la juventud es el momento de búsqueda de la verdad, de exploración y, por qué no decirlo, de la rebeldía. Son los estudiantes los que han de buscar la sabiduría en todo lo que hagan: la verdad no puede esperar. Si no potencian estas inquietudes en el momento de su formación (la etapa de la vida en la que se constituirán como personas) nunca lo harán. Y es imprescindible que den ese paso, pues es la juventud la que tiene el futuro del mundo en sus manos.

Aunque sea un proceso principalmente individual, no excluye por ello al resto de la comunidad. De hecho, trabajar con los demás es indispensable para conocer la verdad. El núcleo de esta conexión es la universidad. Por ello es preciso que los profesores animen y motiven a los jóvenes, que les orienten y alienten en su búsqueda de la verdad y la sabiduría.

En este camino es imprescindible distinguir el mero conocimiento de la sabiduría: los profesores no se pueden limitar a aportar unos datos teóricos al alumno, para que los memorice sin más. Han de promover el análisis crítico, el pensamiento lógico, la búsqueda personal de la verdad; en definitiva, deben sembrar en sus alumnos el gusto por la reflexión. 

Por descontado, este gusto tiene su semilla en el amor. Es necesario que el alumno estudie e indague aquellos temas que le motiven, que le gusten. Si no tiene interés en esa tarea, el esfuerzo que le dedique será menor y, por tanto, los resultados serán peores. La inteligencia es impensable sin este amor.

Además, el alumno debe ser consciente que la verdad está siempre más allá. Esto no debe desmotivarlo, sino todo lo contrario: se convierte en un motivo que le da fuerzas para continuar con su trabajo. Ser conscientes de esta realidad aleja a los jóvenes de la vanidad, los hace ser humildes y descubrir sus limitaciones y, así, hallar también el alcance de sus acciones.

La sencillez es clave para acercarnos a la verdad. Podemos aplicar esta afirmación a los profesores, quienes no deben considerarse los ''dioses'' del alumno, sino un guía que aconseja a los estudiantes sobre que camino es el mejor para ellos. Son maestros, y se exige por tanto que prediquen con el ejemplo.

En este camino encontramos a Dios, quien, según nos dice el Papa, nos guía en esa encrucijada hacia la verdad, sosteniéndonos con su amor y repartiendo la esperanza, sentimiento que será esencial para que los jóvenes se mantengan en su camino hacia la verdad, luchando contra las dudas (que sin duda llegarán) y evitando que se rindan, pues sin el avance la humanidad estaría perdida.



Como muestra el propio ejemplo de la vida de Joseph Ratzinger (posterior Benedicto XVI), en una época en la que escaseaba lo material, la juventud se centraba en su deseo de mejorar, sus ganas de aprender y su ilusión por superarse. A día de hoy, en una sociedad cada vez más globalizada y desigual (en la que prima la ostentación y el apego a los objetos materiales) se ha perdido este deseo de conocer. La curiosidad no se potencia, sino que se rechaza. Veo que es de suma importancia que recuperemos esas ganas de superación que se observaban antiguamente, en el periodo de entreguerras, pues no debemos contentarnos con la situación actual. Cada vez estamos más a gusto en nuestra burbuja y nos volvemos unos ''comodones'', olvidándonos de otras realidades para nada deseables que siguen vigentes hoy en día.

Además, la enseñanza sigue basándose en el utilitarismo: la universidad forma técnicos, centrándose en la dimensión profesional de la persona. Nos encontramos así con que se convierten en verdaderas máquinas: trabajan de manera eficiente, pero son incapaces de pensar por sí mismos y elaborar respuestas creativas.
En la época mencionada por Benedicto XVI el utilitarismo tenía cierto sentido: tras la guerra se necesitaban muchos obreros, trabajadores y operarios que ayudasen a reconstruir el mundo en el menor tiempo posible. Pero, en la actualidad este sistema es inconcebible. La sociedad es cada vez más cambiante y compleja, por lo que un profesional no se puede limitar a ser bueno en su especialidad: debe ser capaz de resolver cualquier problema, de reinventarse a sí mismo, de distinguir la verdad entre toda la información que recibe.

El hombre del siglo XXI no debe olvidarse de todas sus dimensiones: la afectiva, la espiritual, la artística. Si lo hace, deja de lado lo que nos hace realmente humanos: la inteligencia.
Inteligencia que, como comentábamos anteriormente, no tienen sentido sin hablar del amor, fuerza que mueve el universo y, a pequeña escala, a la humanidad.