lunes, 21 de septiembre de 2015

La universidad como lugar de verdad.


Nos ponemos en situación: 19 de agosto de 2011. Se cumplen cuatro años del Encuentro con los jóvenes profesores universitarios que tuvo lugar en la XXVI Jornada Mundial de la Juventud, en San Lorenzo del Escorial (Madrid).

Benedicto XVI se dirige a los profesores, instituciones y otras eminencias presentes. Se centra, sin embargo, en los jóvenes, los principales destinatarios de su mensaje. Expresa su entusiasmo e ilusión al verse rodeado de los que, considera, tienen el futuro del mundo en sus manos.

Citando unas palabras de Platón, su santidad sostiene que la juventud es el momento de búsqueda de la verdad, de exploración y, por qué no decirlo, de la rebeldía. Son los estudiantes los que han de buscar la sabiduría en todo lo que hagan: la verdad no puede esperar. Si no potencian estas inquietudes en el momento de su formación (la etapa de la vida en la que se constituirán como personas) nunca lo harán. Y es imprescindible que den ese paso, pues es la juventud la que tiene el futuro del mundo en sus manos.

Aunque sea un proceso principalmente individual, no excluye por ello al resto de la comunidad. De hecho, trabajar con los demás es indispensable para conocer la verdad. El núcleo de esta conexión es la universidad. Por ello es preciso que los profesores animen y motiven a los jóvenes, que les orienten y alienten en su búsqueda de la verdad y la sabiduría.

En este camino es imprescindible distinguir el mero conocimiento de la sabiduría: los profesores no se pueden limitar a aportar unos datos teóricos al alumno, para que los memorice sin más. Han de promover el análisis crítico, el pensamiento lógico, la búsqueda personal de la verdad; en definitiva, deben sembrar en sus alumnos el gusto por la reflexión. 

Por descontado, este gusto tiene su semilla en el amor. Es necesario que el alumno estudie e indague aquellos temas que le motiven, que le gusten. Si no tiene interés en esa tarea, el esfuerzo que le dedique será menor y, por tanto, los resultados serán peores. La inteligencia es impensable sin este amor.

Además, el alumno debe ser consciente que la verdad está siempre más allá. Esto no debe desmotivarlo, sino todo lo contrario: se convierte en un motivo que le da fuerzas para continuar con su trabajo. Ser conscientes de esta realidad aleja a los jóvenes de la vanidad, los hace ser humildes y descubrir sus limitaciones y, así, hallar también el alcance de sus acciones.

La sencillez es clave para acercarnos a la verdad. Podemos aplicar esta afirmación a los profesores, quienes no deben considerarse los ''dioses'' del alumno, sino un guía que aconseja a los estudiantes sobre que camino es el mejor para ellos. Son maestros, y se exige por tanto que prediquen con el ejemplo.

En este camino encontramos a Dios, quien, según nos dice el Papa, nos guía en esa encrucijada hacia la verdad, sosteniéndonos con su amor y repartiendo la esperanza, sentimiento que será esencial para que los jóvenes se mantengan en su camino hacia la verdad, luchando contra las dudas (que sin duda llegarán) y evitando que se rindan, pues sin el avance la humanidad estaría perdida.



Como muestra el propio ejemplo de la vida de Joseph Ratzinger (posterior Benedicto XVI), en una época en la que escaseaba lo material, la juventud se centraba en su deseo de mejorar, sus ganas de aprender y su ilusión por superarse. A día de hoy, en una sociedad cada vez más globalizada y desigual (en la que prima la ostentación y el apego a los objetos materiales) se ha perdido este deseo de conocer. La curiosidad no se potencia, sino que se rechaza. Veo que es de suma importancia que recuperemos esas ganas de superación que se observaban antiguamente, en el periodo de entreguerras, pues no debemos contentarnos con la situación actual. Cada vez estamos más a gusto en nuestra burbuja y nos volvemos unos ''comodones'', olvidándonos de otras realidades para nada deseables que siguen vigentes hoy en día.

Además, la enseñanza sigue basándose en el utilitarismo: la universidad forma técnicos, centrándose en la dimensión profesional de la persona. Nos encontramos así con que se convierten en verdaderas máquinas: trabajan de manera eficiente, pero son incapaces de pensar por sí mismos y elaborar respuestas creativas.
En la época mencionada por Benedicto XVI el utilitarismo tenía cierto sentido: tras la guerra se necesitaban muchos obreros, trabajadores y operarios que ayudasen a reconstruir el mundo en el menor tiempo posible. Pero, en la actualidad este sistema es inconcebible. La sociedad es cada vez más cambiante y compleja, por lo que un profesional no se puede limitar a ser bueno en su especialidad: debe ser capaz de resolver cualquier problema, de reinventarse a sí mismo, de distinguir la verdad entre toda la información que recibe.

El hombre del siglo XXI no debe olvidarse de todas sus dimensiones: la afectiva, la espiritual, la artística. Si lo hace, deja de lado lo que nos hace realmente humanos: la inteligencia.
Inteligencia que, como comentábamos anteriormente, no tienen sentido sin hablar del amor, fuerza que mueve el universo y, a pequeña escala, a la humanidad. 






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