martes, 3 de noviembre de 2015

La pobreza y las personas sin hogar


La sonrisa de Alejandro
Alejandro era el tipo de persona que atraía las miradas de todos. Era entrar en una habitación y todos los ojos se dirigían hacia él: se posaban en sus ropas y en su rostro, analizando su comportamiento y sus maneras. Fuera donde fuera, era el centro de atención. Él no lo buscaba, pero viendo que parecía atraer a la gente, decidió probar suerte.
Se presentó a numerosos castings en agencias de modelos. Desfilaba con seguridad, haciendo gala de todo su aplomo y sin dejarse aminalar por las miradas de desprecio del jurado. Tienen que hacerse los duros para meternos miedo, pensó. 
Cuando llegaba el momento de las fotos Alejandro sonreía radiante ante el objetivo. Sin embargo, el fotógrafo le miraba con cara de pocos amigos y le pedía que, por favor, cerrase la boca. Buscan un perfil más serio, se decía Alejandro.
Al terminar las pruebas pertinentes tenía lugar la entrevista personal. ¿Nombre?, le preguntaban. Alejandro, respondía él. ¿Edad? Treinta. ¿Domicilio? Calle Estrella, respondía en ocasiones. Avenida de las Acacias, era la respuesta en otras tantas. Plaza del Domingo, era otra de las posibilidades. ¿Teléfono de contacto? En este momento Alejandro decía los nueve primeros números que le venían a la mente. 
Nunca recibió una llamada de ninguna de esas pruebas.
Lógico. No tenía teléfono móvil.
Alejandro era un sintecho, una persona sin hogar, un ''mendigo''. 
Durante su adolescencia vivió la crisis de 2008 en todo su esplendor: sus padres perdieron el trabajo, se divorciaron, él tuvo que dejar los estudios y se dedicó a pasar el tiempo en la calle con todos los que, como él, no iban a la universidad. Tanto tiempo solo, en la calle, le jugó factura. Pronto cayó en las drogas, se metió en peleas, empeoró la relación con sus padres y se fue de casa. 
Sin saber como, un cúmulo de situaciones lo dejaron de repente en la calle, con tan solo veinte años y sin estudios. Sus padres se desentendieron de él, y para sobrevivir se volcó en el narcotráfico. Fue perdiendo todos sus amigos y pronto no le quedó nada.
Perdió la noción de la realidad, y vivía en unos eternos veinte años. Cada vez que alguien le miraba pensaba que era porque lo veían atractivo, cuando en realidad se sentían asqueados por su imagen. 
La gente que le daba dinero no eran sus amigos, como él creía. Era gente que le veía como un pedigüeño. 
Y, por supuesto, no tenía una casa en cada una de las calles que decía, sino que cada pocos días debía cambiar de banco en el que dormir.


Con este relato he querido transmitir la realidad de las personas sin hogar, una realidad que muchas veces mantenemos oculta porque no queremos verla. Nos sentimos mal, sin duda, al no hacer nada por aliviar su sufrimiento, pero tampoco queremos pensar demasiado en ello. Es una situación tan desgarradora que si nos sumergiésemos verdaderamente en ella tendríamos el riesgo de ahogarnos.
Quería recalcar el hecho de que, muchas veces, olvidamos que estas personas son humanos, y más allá de sus condiciones de vida y sus necesidades básicas tienen unos sentimientos como todos nosotros, la mayoría de ellos destrozados. Se odian a sí mismos, odian su vida, no pueden soportar pensar en ello.
Imagina ver todos los días a alguien que tiene una familia, un hogar, un sentido en su vida, pasar por delante de ti, que no tienes nada más que una mochila y cuatro cartones. Sin duda no debe ser fácil.
También olvidamos el transfondo de estos hombres, la historia de estas mujeres. En muchas ocasiones, han vivido situaciones traumáticas, que no han podido superar o hacer frente.
Por ello, deberíamos volcarnos en ayudarlas, para demostrar que el mundo no es un lugar hostil, sino que es el hogar de todos los seres humanos y nadie puede quedar excluido de él.



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